El sueño del amante


Soñé con una ciudad de cúpulas blancas, extensos miradores abiertos al cielo infinito y torres rematadas en puntiagudas agujas de oro. Conocí la ciudad desde el aire. Yo era un ave o un ser etéreo y ágil cuya esencia era el movimiento y la contemplación. Los hombres se congregaban en colosales plazas rodeadas de columnas y sobre el suelo tendían sus mercancías, vociferaban y reñían entre ellos. Las mujeres ocultaban sus hermosos rostros con pañuelos de suntuoso tejido y esmerados bordados. Yo podía ver lo que ningún otro hombre: sus risas candorosas mezcladas con la humedad lujuriosa de sus labios. Sobre el horizonte de minaretes y almenas creció una majestuosa luna, y cuando se instaló en lo más alto del techo de la noche, la ciudad entera brilló como un solo diamante puede hacerlo. Entonces algo prendió fuego a mis alas y caí en el vacío; veloz caí al suelo y me golpeé la cabeza. Cuando recobré el conocimiento estaba solo en la inmensa y callada plaza de las columnas. No había nadie, ni hombres fieros, ni felices mujeres, ni siquiera el perro hambriento. Miré al cielo, hacia las estrellas, y la luna cegó con sus rayos mis ojos.